Desconsolado, a don José Juan Ignacio García Ocaña, se le corta la voz cuando recuerda lo que apenas acaba de pasar en el poblado costero de Biloxi, Mississippi. “Los trataban como a animales. A los propios estadounidenses, los rescatistas los trataban mal. ¿Qué podía esperar yo, un mexicano que habla inglés con un acento tan marcado? Nadie quiso ayudarme. La gente se portó despiadada”.
Y es que este inmigrante poblano de 56 años que quedó atrapado en la comunidad más cercana al paso del ojo del huracán Katrina en ese estado sureño de Estados Unidos nunca se imaginó que llegaría a vivir una experiencia como esta, una tragedia que, dice, le hizo conocer la debilidad humana y el miedo, en medio de soledad en un país extraño. “Las casas tronaban como cuando se infla una bolsa de papel y se aplasta. Simplemente explotaban. Los techos salían volando, pues las casas eran en su mayoría de madera”, dice a Cambio, vía telefónica desde Seattle, donde llegó tras un viaje de 16 horas desde el sur de ese país.
Don Nacho, como le dicen sus familiares, reconoce que subestimó el poder del huracán, y decidió quedarse en Biloxi cuando las autoridades les dijeron que era necesario evacuar la zona, aunque les dijeron que si querían, podían quedarse. No pensó que el meteoro fuera a ocasionar graves daños y no deseaba abandonar su casa. Al fin, estaba en la nación más poderosa del mundo.Sin embargo, la madrugada del 28 de agosto todo cambió. En la oscuridad total por la falta de energía eléctrica, escuchó los fuertes vientos azotar las construcciones y los gritos de los vecinos que también se rehusaron a dejar el poblado.
Comprendió entonces el peligro en el que se encontraba. Tuvo miedo de que algún objeto le cayera encima por que vivía solo y nadie podría ayudarlo. Su familia se quedó en Seattle, Washington, cuando consiguió trabajo como soldador en un barco dos meses atrás.Don Nacho permaneció atrincherado en su departamento, ubicado en el segundo nivel de un edificio de tres pisos durante toda la mañana del lunes, mientras cesaba la furia del viento.
Sin importarle la inundación, salió a la calle, y entonces vio la devastación que dejó el paso del huracán. Casa destruídas, Gente desorientada. Volvió a lamentar su soledad. El daño mayor estaba en la playa, pues en donde habían estado los grandes comercios como el Grand Casino Biloxi, sólo había escombros. Reinaba el caos. Era sólo el principio de las pruebas que Don Nacho tendría que pasar.
Al tratar de comunicarse con su familia, se dio cuenta que la batería de su celular estaba descargada. Acudió a un hospital de la Cruz Roja para tratar de pedir ayuda para contactar a sus familiares, pero lo único que encontró fue rechazo y discriminación. No logró siquiera que lo dejaran conectar el cargador de su teléfono móvil; mucho menos, hacer una llamada. Decidió permanecer en su departamento, pues no quería exponerse a ser maltratado en un albergue.
Al transcurrir los días, se dio cuenta que la situación, más que desesperada, era peligrosa. La gente había comenzado a saquear los establecimientos comerciales, pues la ayuda no llegaba y seguían sin agua ni alimentos. Se dio cuenta que los elementos del ejército estadounidense que llegaron a la localidad, más que tratar de ayudar a las personas, se dedicaron a resguardar las gasolineras. La policía implementó toque de queda a las 9 de la noche, para tratar de controlar a la población. Don Nacho sacó fortaleza de su soledad. Dice que si él no recurrió al saqueo fue porque tenía que cuidarse a él mismo.
Sólo entonces se alegró, dice, que su familia estuviera al otro lado de Estados Unidos. A las pocas horas de que llegaron los primeros elementos del ejército y socorristas para darles comida y agua. El punto de reunión eran las gasolineras, en donde, a gritos, ordenaban a la gente en largas filas. A los seis días de estar vagando por las calles, Don Nacho por fin pudo comunicarse a su familia, gracias a un reportero que recorría la zona y que accedió a prestarle su celular. Del otro lado de la línea, su familia le pidió que se reuniera con él en Seattle.
Su hermana Margarita, recuerda, le contó que ellos también habían tenido muchas dificultades para obtener información sobre su paradero. Trataron de contactar a la Cruz Roja, pero sólo pudieron anotarlo en una base de datos. Margarita también llamó al consulado de México en Atlanta, en donde le dijeron que lo único que podían hacer era anotar a su hermano en la lista de desaparecidos. Hablar con su familia le dio a Nacho nuevos ánimos. Buscó a su patrón, el capitán del barco en donde trabajaba como soldador para expresarle su deseo de salir de Biloxi.
El capitán, de origen europeo, le dijo que no tenían más remedio que irse pues había escuchado en el radio que estarían dos meses sin ningún servicio y que la reconstrucción de la ciudad tardaría más de un año. Como su patrón, el capitán se sintió con la responsabilidad de sacar a sus empleados de ahí. Además de Don Nacho, estaban un hondureño, un salvadoreño y otro europeo. Decidieron que el domingo 4 de septiembre, una semana después del golpe del huracán, se irían de ahí. Debían hacerlo con cuidado, pues en la zona escaseaban los vehículos y todos ahí ya habían sido testigos de lo que la gente era capaz de hacer en un arranque de desesperación. El viaje fue de más de 16 horas, complicado por la restricción a la venta de gasolina.
Ahora, reunido con su familia en Washington pese a que aún está en las listas de desaparecidos, espera pronto obtener un nuevo trabajo. Cada vez que escucha un anuncio pidiendo ayuda para los damnificados por el huracán, no deja de sentir molestia, pues sabe lo difícil que es que los apoyos lleguen a la gente que lo necesita, sobre todo, para los mexicanos como él.